Documento - Proveniente de Piemonte - Época: Otro
Año Aproximado:
Proviene de: Romano Canavese - Piemonte
Relación parental: Bisabuelo
Otros apellidos relacionados: Enrico - Bonafede
Anécdotas / detalles / etc: Si bien mi abuela paterna, María Enrico, era argentina, su padre, Giacinto Enrico, había nacido en Romano Canavese, provincia de Torino. En realidad, mis abuelos no nos contaban sobre lo relacionado a Italia ni porqué vinieron a la Argentina. Seguramente, el dolor del desarraigo era muy profundo y difícil explicar la angustia que significaba dejar la tierra propia, la familia y todas las vivencias que, de a poco, irían quedando dormidas en un pequeño rincón del corazón. Dormidas, sí, pero jamás olvidadas.
Sin embargo, algunas cosas trascienden siempre, entre las lágrimas de la nostalgia y la mirada atenta de los nietos, que esperan con ansiedad conocer algo de lo que alguna vez fue, saber los porqués, los cómo, los cuándo. Entonces supe que el padre de mi tatarabuelo, llamado Giovanni, habría muerto en la guerra, no se cual, pero una de las tantas que asoló a Italia. Que mi tatarabuelo Filippo nacido en 1782, cuyo sable corvo se encuentra depositado en el seno familiar, fue soldado de Napoleón. Que actuó con él en la campaña a Rusia, donde habrían entrado el 2 de junio de 1812, pasando luego a Kovno y Smolensk, para culminar en Moscú, de todo lo cual salió felizmente ileso. También me contaron que la intensa intervención de Filippo se habría desarrollado durante la llamada “historia negra” de Italia
Y supe que el bisabuelo Giacinto fue soldado de Garibaldi, pero se fue de su país, entre otras cosas, disgustado y decepcionado con Francesco Crispi (Aquel que en 1864 dijera La monarquía nos une, la república nos divide). Por lo que he leído de historia, deduzco que parte de lo dicho debió transcurrir en 1867, cuando Crispi se las ingenió para impedir la invasión a los Estados Pontificios por parte de los seguidores de Garibaldi, sabiendo que hasta el mismo Papa había combatido contra ellos cuando su ejército se enfrentara con las tropas piamontesas. Al parecer, 3 de sus hermanos habían muerto en guerras internas.
Disgustado y decepcionado, decidió emigrar hacia otras tierras que aparentaban ser más tranquilas y ofrecían un verdadero abanico de posibilidades. Giacinto fue el emigrante de mi ascendencia directa, arribando a Argentina acompañado por un primo, ambos solteros, en 1872. Todo su ámbito se ubicó siempre dentro de la provincia de Santa Fe. Primero trabajó en la localidad llamada Villa Gobernador Gálvez, donde conoció a quien luego fuera su esposa, Palmira Bonafede. En 1875 compró un terreno de 4 concesiones, en Santa María Norte (según consta en boleto de compraventa del 4 de abril de 1875, firmado en la Colonia Esperanza) por un valor de un mil pesos moneda boliviana y pagadero en tres anualidades, de lo cual tengo constancia. En 1878 se casó con su novia Palmira, a quien amaba profundamente, en una pequeña iglesia perteneciente a la reducción indígena de San Jerónimo del Sauce y posteriormente se trasladaron a Presidente Roca, población cercana a Rafaela. Dicen que cuando se casaron, se trasladaron a la nueva casa en una carreta y llevando consigo unos pollos hervidos para comer al llegar; que cuando él iba a trabajar en el campo, ella se protegía con una escopeta que siempre mantenía a corta distancia de sus manos, que como cualquier madre de entonces, les confeccionaba las prendas de vestir y las muñecas de las nenas con las respectivas ropitas y que él, como todo padre de entonces, hacía carritos con latas de kerosene y ruedas de madera, para los hijos varones.
Fueron épocas muy duras porque no se contaba con la modernidad que hoy nos sobrepasa. Había que abrir caminos, sembrar a mano y cosechar de la misma manera, los bueyes eran el anticipo de los tractores y debían sobreponerse a las inclemencias del tiempo al salir a campo traviesa, ignorando la lluvia, el frío o el calor sofocante y, por si faltara algo más, defenderse de los bribones y hasta de algunos indígenas que aún vivían en la zona, quienes trataban de robarles los animales de su propiedad. Por aquel entonces casi no había escuelas rurales, así que se apelaba a la buena disposición de una persona que oficiara de maestro particular y, como las distancias solían ser extensas, se acudía caminando o a lomo de caballo, cubriéndolo con una pequeña manta que hacía las veces de montura endeble.
Los hijos llegaron con la prontitud acostumbrada por aquellos tiempos. No valía la pena pensar en evitarlos porque se consideraban una bendición de Dios, pero tengamos en cuenta que no existían los medios anticonceptivos actuales para ello y ni pensar en un aborto cuando los críos fueran tantos, que, colgados del largo delantal de la mamá, esperaban ser atendidos ya, sin importar si los otros estaban antes o después de sus necesidades. De todos modos, más adelante serían los brazos fuertes que, como su padre, llevarían adelante el campo y la familia, por sobre todas las cosas.
Giacinto añoraba volver a ver a su familia o lo que quedara de ella, y es por eso que, acompañado por el mayor de sus hijos varones retornó por varios días a su pueblo natal, allá en la lejana Italia. Es en esa oportunidad cuando le hacen entrega del sable antes mencionado y que amorosamente trae consigo a su regreso. Sus padres ya habían fallecido, pero en el abrazo con sus hermanos quedó sellado el amor que seguía vivo entre ellos y que ni la distancia podría hacerles olvidar. En realidad, fue un privilegiado porque en mi familia paterna, de todos los que vinieron de Italia, fue el único que pudo volver, aunque solo fuera por esa vez.
A nosotros nos quedan muchas cosas materiales, vívidos recuerdos volcados en innumerables fotos, pero el mejor legado es la honradez, el tesón y una visión a futuro para toda la vida. Ellos encontraron acá tierras para trabajar, herramientas y animales para desenvolverse pero también muchas dificultades, sobre todo con un idioma tan distinto que debieron aprender rápido y sin otro medio de comunicación, a tal punto que, en los pueblos donde si funcionaban establecimientos escolares, los maestros se vieron obligados a dictar clases solamente en castellano y no se les permitía utilizar la lengua materna a ningún niño extranjero dado que, de otro modo, las clases se entorpecían a menudo.
Pero también quedamos nosotros, los hijos de los hijos de los hijos, los descendientes de sus primeras simientes, los que aprendimos que la palabra vale, aunque ahora parezca una utopía, los que amamos tanto esto como lo que ellos dejaron en la lejanía, y con la misma intensidad nos aferramos a las pocas noticias que trajeron de Italia para intentar seguir investigando, inclaudicables ante cualquier posibilidad que se nos presenta de obtener alguna información.
En mi caso particular, escribo cuantas veces puedo, y tratando de respetar los tiempos cuando no obtengo respuestas. Me vuelco ávidamente sobre los microfilms de iglesias que conforman la base de datos de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, perteneciente a la comunidad mormona y he podido organizar tres álbumes de fotos, gracias a que la hermana mayor de mi padre las conservara en muy buenas condiciones.
Mi padre falleció a la edad de casi 98 años y la mayoría de sus hermanos fueron longevos ya que han sobrepasado las nueve décadas. Yo digo, muy convencida, que esa condición proviene de esta misma cepa, de los Enrico de Romano Canavese. Ninguno de ellos tuvo la suerte de conocer su tierra que pude conocer en 1915, así que entonces echo mano a todo lo que Internet me provee, permitiendo que mis ojos se inunden aún más de aquellos paisajes, que vuelco en cuadernos y más cuadernos todo lo que obstinadamente voy absorbiendo y que mi corazón se desgrane en esperanzas, que puedan transformarse en la realidad repetida que tanto ansío.
Agradecemos la donación de María Teresa Biagioni
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